Columna de Opinión por FRANCO FUICA
La violencia de género no es solo una cuestión de identidad, sino de la posición social que un cuerpo ocupa. Es hora de ampliar el marco de lucha para incluir a todos lxs cuerpxs que el patriarcado marca para el odio.
Cada 25 de noviembre, una pregunta incómoda resuena en los márgenes de los discursos oficiales: ¿dónde quedan aquellas personas que sufren violencia machista pero que no se identifican como mujeres? Para responder con honestidad, necesitamos una herramienta conceptual más precisa y abarcadora: la de los “cuerpos feminizados” me parece una posible solución.
Simone de Beauvoir sentenció: “No se nace mujer: se llega a serlo”. Podemos ampliar esta idea revolucionaria: tampoco se nace en un “cuerpo feminizado”; se llega a serlo a través de mecanismos sociales que marcan ciertos cuerpos como inferiores, frágiles y deseables para la violencia. Este proceso de feminización forzada opera principalmente por dos vías:
La primera es la socialización feminizante: esa crianza dirigida a las personas asignadas mujer al nacer que nos enseña, a veces a la fuerza, los mandatos del cuidado, la empatía, la postergación y el servicio. Es una programación social profunda que, como un sustrato, permanece incluso después de que una persona transicione a una identidad masculina. La segunda vía es la feminización como desvalorización: la operación social que atribuye características de inferioridad a todo lo que se aleja del ideal masculino hegemónico. Como apunta la poeta y pensadora chilena Claudia Rodríguez, son “cuerpos para odiar”. Cuerpos que el sistema marca como legítimos para recibir desprecio.
¿Quiénes son estos cuerpos feminizados? La categoría es amplia y se define por la experiencia común de opresión, no solo por la identidad.
Aquí encontramos a las mujeres cisgénero, socializadas desde la infancia en la vulnerabilidad. A las personas trans masculinas, que, aunque su identidad es masculina, arrastran la socialización feminizante inicial y comparten experiencias corporales como la posibilidad de gestar y el riesgo de violencia ginecológica o correctiva. A las mujeres trans y personas trans femeninas, castigadas con saña por rechazar el mandato de masculinidad y atreverse a habitar una feminidad abyecta. A los hombres homosexuales con expresión de género no normativa, cuyo cuerpo es leído como “afemeninado” y, por tanto, desplazado al lugar de lo despreciable, sufriendo una violencia homofóbica que es, en esencia, misógina. Y, por supuesto, a toda persona asignada hombre al nacer cuya expresión sea femenina, a quien se le impone una masculinidad a la fuerza mediante el castigo.
Judith Butler nos enseñó que el género es una performance, un acto repetitivo que la sociedad da por natural. La violencia es la herramienta que castiga a quienes se desvían del guión. Un hombre trans es agredido por la doble transgresión de abandonar el lugar de la mujer y “robar” el privilegio masculino. Una mujer trans es golpeada por rechazar la virilidad que se le asignó. Un hombre gay afeminado es acosado por no ser “suficientemente hombre”. La violencia, en todos estos casos, es un mecanismo de control para mantener la coherencia de un sistema que, como señaló Monique Wittig, se basa en las categorías políticas “hombre” y “mujer”. Salirse de ellas es un acto de disidencia.
Es desde esta comprensión más profunda que podemos formular una crítica constructiva al marco del 25-N. El concepto “Mujeres en su Diversidad” ha sido un avance histórico, pero al operar bajo una lógica puramente identitaria, deja fuera estructuralmente a quienes, sin ser mujeres, comparten la experiencia de la feminización forzada y su violencia. Un hombre trans que sufre una amenaza de violación “correctiva” no está sufriendo esa violencia como hombre, sino por la feminidad que el agresor aún proyecta en su cuerpo y su historia.
Incluir estas experiencias no diluye la lucha feminista; la fortalece. Paul B. Preciado nos diría que el género es una “tecnología” que produce cuerpos dóciles y cuerpos disidentes. La lucha, entonces, no es solo por las mujeres, sino contra toda la arquitectura que asigna valor y desvalor a los cuerpos.
Por ello, honrar la consigna “¡Ni una menos!” en el siglo XXI significa luchar por un mundo donde ningún cuerpo feminizado sea oprimido. Significa ampliar nuestra solidaridad y nuestra rabia. Significa pasar de un “Ni una menos” a un “Ni un cuerpo feminizado menos”. Solo así podremos erradicar, de una vez por todas, la raíz común de toda esta violencia: el patriarcado y su necesidad de crear cuerpos para odiar.
Franco Fuica
Coordinador ejecutivo
Asociación OTD
ORGANIZANDO TRANS DIVERSIDADES
