Artículo originalmente publicado en la revista digital Closet Closet el 25 de marzo de 2016.
Por: Magdalena Fabbri. @magdalenafabbri
Desde la concepción en el vientre de la que llaman mi madre, se gesta la misma muerte de las esperanzas burguesas de una familia aspirante a no tener que pensar en la muerte a través del exceso. Exceso de bienes que se hace notar mayormente en la dictadura, donde las cuicas salen a comprar sintiéndose seguritas, algo que pone nuestro apellido en ventaja frente a la resistencia mapuche.
Se espera que mi cuerpo corresponda a los estándares de producción que tiene la gente de apellidos impronunciables: “cabros rusios”, nos decían a mí y a mi hermano, ninguno de los dos entendiendo lo que significa ser rusio en un sistema que oprime a mujeres pieles morenas. Nunca, hasta hace muy poco, cuando nace de mí una tremenda solidaridad con la gente explotada, fui capaz de sentir mi piel de más de un color cuando alzo la voz en la mesa pasá a té club que suele armar mi familia para hablar sobre sus miedos a morir por la falta de capital.
Ser travesti en un entorno burgués emergente es sinónimo de muerte, me di cuenta cuando mi tía me ofreció abrir un negocio juntas para que no me muriera de hambre por ser distinta, por ser grosera para expresarme de lo que me molesta, por ser una vil copia de las expectativas del resto respecto al cuerpo de las mujeres. A mi tía se le olvida que nunca me ha importado mucho el negocio familiar, que lo mío es pensar a pesar de que ella piense que no pienso en un mundo donde todos piensan que se van a morir porque se cansaron de pensar en el mañana y quieren parecer ajenos a la precariedad de sus propios trabajadores.
A mi tía se le olvida que no tiene palabras para defender su capital porque tiene miedo a la muerte de su madre, viuda de 6 hijos a los 40. Mi tía cree que yo y su mamá tenemos la misma probabilidad de morir porque al fin y al cabo estamos solas. Porque, por donde se mire, soy infértil. Soy infértil desde que cree que soy una travesti hétera, porque tengo que ser hetera, porque si no soy hétera ¿para qué entré a pabellón? ¿por qué mejor no me quedé metiendo el pico? Porque yo no tendría por qué reproducirme, no-no, para qué reproducir tanta poca naturaleza? ¿para qué reproducir tanta hormona sintética?. Soy infértil desde que aborto la fertilidad abierta de piernas en un pabellón. Me dilato porque soy infértil, soy una tirana que no reproduce mano de obra, soy una tirana que reproduce la falta de productividad, me dilato porque soy una tirana que hace el cuerpo resistir.
Soy infértil cuando el guacho se vuelve a la otra que siempre está lubricada y dispuesta, cuando el guacho se acerca a chuparme las tetas buscando reproducirse, porque de eso se trata todo ¿cierto? Porque para mi tía y mi familia, de un momento a otro, dejé de tener la posibilidad de culiarme a alguien. Para ellos, estoy completamente destinada a que me odien tanto como ellos me odiaron a mí por ser afeminado y contestatario. Igual que en colegio evangélico, cuando los machitos de la clase me enseñaron a ser hombre en el piso de la sala, por tener voz de pito, por llorar más de la cuenta, por gritarle al profe “usted no entiende!”, por querer escuchar Cher en los recreos, por llevar muñecas robadas y por no entrar al camarín que me asignaron.
Mi hombría se la demostré a los machos culiandomelos en los carretes, moviendo las manos de una forma específica, armoniosa y errática, usando la voz, la risa y el pelo para arrastrarles a la cama chocando contra los muros. Soy un temblor en el piso cuando camino moviendo el culo que, en sí mismo, mueve montañas poco reproductivas en las almas de estos hueones. Usted sabe, compa, de esos juegos de seducción en los que perdemos la naturaleza. Porque aparte de hormonada, soy coqueta y peligrosa pa’l destino del burguesito. Porque con los apellidos, los daewoo: rusios y heteros, se acercan a preguntar cualquier cosa, mientras me alimento de su triste pérdida de masculinidades, hasta que despailan cuando cachan las cicatrices que me dejaron otras personas e, incluso, las que me he hecho yo misma. Porque con las cicatrices está escrita una historia de hombrecito no tan hombrecito, y todos saben que dos hombres no pueden culiar por la raja.
Soy infértil cuando mi madre, seductora, deprimida, aspirante, me compra la ropa esperando el silencio de mis labios, porque si soy linda para qué poner el cuerpo diciendo que soy trava. Para qué arriesgarse mientras golpean a la otra compañera. Mi mamá ha sabido ignorar los moretones de las otras impresos en mi cuerpo. Mi mamá ha sabido ignorar los golpes y las puñaladas que estamos forzadas a recibir por ser más feas. Mi mamá ha sabido ignorar las veces que chupamos un pico, sin ganas, pa salir vivas de una noche. Mi mamá ha sabido ignorar que mis amigues se han muerto de SIDA, porque yo no podría ser la próxima: porque crecí en colegio evangélico, porque tengo apellidos extraños, porque me enseñaron bien, porque tengo que mantenerme viva para seguir produciendo belleza, porque para ella decir “soy trans” no es necesario; porque afea, porque rompe, porque no produce, no suma.
Soy infértil cuando mi hermano me golpea con la biblia para decirme que soy egoísta, que no pienso en el resto, que a él le cuesta y que a dios (el intocable) también le cuesta. Porque para él, la única sangre que debe correr en el mundo está entre las piernas de las mujeres y de los idólatras. De los que no cuidan el cuerpo como un templo: porque, en el fondo, él entiende que transformar el cuerpo es muerte, es idolatría, es no dejarse de lado y ponerse sobre dios y correrse una paja que te deja la piel más bonita pa’ sentirte bien y linda cuando nadie te quiere.
Soy infértil, compañere, porque esta resistencia a la explotación produce un extraño efecto dominó sobre la lógica productiva. Soy infértil porque no quiero más empresariado ni en la calle ni en la cuerpa. Porque ya no quiero más golpes. Porque con el simple hecho de SER, parece que estoy echando el mundo abajo.