Victoria Parada e Ignacio Rubio
A pesar de los avances en materia de derechos, muchas personas trans adultas mayores siguen enfrentándose a un sistema que las margina, a una sociedad que las ignora y a un pasado que las persigue. A esto se suma la escasa información disponible sobre vejez y salud en esta población, lo que alimenta la ignorancia sobre sus necesidades y contribuye a que el Estado chileno no asuma un rol activo en su protección.
Recién el 11 de julio de 2025 que el Instituto Nacional de Estadísticas lanza la Primera Encuesta de Diversidades con el objetivo de “Conocer las características sociodemográficas y experiencias de la población de las diversidades sexuales y de género, considerando ámbitos como salud, educación, trabajo, violencia, discriminación y redes de apoyo y familia, entre otros”. No obstante, según la planificación del proceso, es recién en 2027 en que se obtendrán datos de representatividad nacional. Sin embargo, en medio de este escenario, existen organizaciones que han comenzado a abordar esta realidad y a ofrecer espacios de apoyo y contención.
En agosto de 2023, el Servicio Nacional del Adulto Mayor (SENAMA) emitió la estrategia “ENVEJECEMOS Y NOS VINCULAMOS DESDE LA DIVERSIDAD” que forma parte del primer acercamiento al Plan de vejeces diversas propuesto por la institución que busca promover la inclusión y participación de todas las personas mayores, reconociendo la diversidad de sus experiencias y necesidades, incluyendo a personas mayores pertenecientes a grupos LGBTQIA+.
Estos proyectos representan un primer paso hacia el reconocimiento de personas LGBTIQ+ mayores y su aplicación en terreno son parte del esfuerzo por crear una futura Política Nacional de envejecimiento. Sin embargo, esta oferta del Estado para las personas mayores trans es prácticamente una de las pocas disponibles y que interpela transversalmente a adultas mayores trans. Programas como “Vínculos” o “Centro Día”, impulsados por el SENAMA, raramente consideran variables de género no cisnormativas.
Reparación y justicia pendiente
La Ley 21.120, que reconoce y protege el derecho a la identidad de género, entró en vigencia en 2019. No obstante, sigue sin ofrecer mecanismos concretos que aseguren a las personas trans mayores un acceso digno a salud, pensiones o residencias. Patricio Vega, un hombre trans adulto mayor, ha sido testigo, y en más de una ocasión víctima de situaciones de discriminación. En conversación con el medio Contracarga, relata: “Yo exijo que me traten con mi nombre social. Yo soy isapre y en varios lugares me han dicho que no se puede”. Estos episodios constituyen una infracción grave al artículo N°9 de la Ley de Identidad de Género, el cual establece que: “Los documentos de identificación y cualquier otro instrumento, público o privado, emitidos tras la rectificación legal deben reconocer y respetar el nuevo sexo y nombre de la persona solicitante”.
Patricio añade: “La última vez que me dijeron que no podían poner mi nombre social en mi ficha, pedí hablar con la jefa. Le quería explicar que había una circular”. Se refiere a la Circular N°21 del Ministerio de Salud, vigente desde 2012, que establece de forma clara: “El personal de la salud debe utilizar siempre el nombre social y el género (masculino o femenino) con el cual la persona se identifica, independiente de su nombre legal, en cualquier establecimiento que brinde atención de salud”.
En ausencia de una respuesta institucional integral, existen organizaciones que han asumido un papel fundamental en el acompañamiento y cuidado de las personas trans en cada etapa de sus vidas, como lo es el caso del Bloque Nacional Salud Trans para Chile, quienes desde el 2020 impulsan la Política Nacional Integral de Salud Trans, la derogación de la Circular N°7 y el apoyo constante al Programa de acompañamiento a la Identidad de Género (PAIG).
Más allá de la asistencia concreta, su labor ha permitido sostener vidas marcadas por la exclusión, reconstruir vínculos comunitarios y resignificar la vejez desde la memoria, la dignidad y el afecto compartido. Su trabajo no reemplaza al Estado, pero sí demuestra que otra forma de envejecer es posible cuando hay compromiso, organización y reconocimiento mutuo.
La piel guarda memoria. Y en los cuerpos de las personas trans mayores en Chile, esa memoria está escrita con bisturís clandestinos, hormonas mal dosificadas, rechazos familiares y noches a la intemperie. En sus arrugas habita una historia que, hasta hace poco, ni siquiera el Estado reconocía como legítima. Y hoy, cuando el tiempo avanza sin tregua, quienes sobrevivieron al odio, al sida, a la dictadura, ahora deben sobrevivir también al olvido y soledad.
Pilola Polett, falleció a principios del 2025, fue actriz y activista trans. Ella dijo que cumplir años siendo trans es, en sí mismo, un acto de insumisión. En 2024 fue reconocida entre las «100 Líderes Mayores» del país. En sus discursos habla de sus compañeras que murieron sin nombre, sin dignidad, muchas sepultadas en bolsas negras. Ella insiste:
Y es que la historia legislativa en torno a los derechos de las personas trans en Chile es, en muchos sentidos, una crónica de avances parciales y omisiones persistentes. Si bien la aprobación de la Ley N° 21.120 de Identidad de Género en 2018 representó un hito inédito en el reconocimiento del derecho a la identidad para las personas trans mayores de 14 años, su implementación ha evidenciado limitaciones estructurales, especialmente para quienes envejecen con una identidad trans en un país donde las políticas públicas rara vez los nombran.
Desde su promulgación, el acceso a los mecanismos de cambio registral ha resultado especialmente difícil para personas mayores, ya sea por desinformación, barreras institucionales, o incluso resistencias judiciales sutiles, que todavía arrastran prejuicios. En 2021, la Fundación Iguales informó que muchas personas mayores trans simplemente no iniciaban el trámite por temor a la exposición pública o por no tener el apoyo familiar y social necesario. En paralelo, el sistema de salud no ha generado protocolos diferenciados para el cuidado de la población trans en la tercera edad, y el sistema previsional no contempla políticas afirmativas para esta población históricamente marginada.
Mientras Chile aún no discute una ley integral trans, que incluya garantías específicas en salud, trabajo, vivienda y educación, otros países han dado pasos más contundentes. Argentina implementa la Ley de Cupo Laboral Travesti Trans “Diana Sacayán – Lohana Berkins”, que obliga a los organismos estatales a destinar al menos el 1% de su planta de trabajadores a personas trans. Para muchas adultas mayores, esta ley no implica un empleo a futuro, pero sí un símbolo de reparación por las décadas de exclusión del mundo laboral formal.
En Uruguay, la Ley Integral para Personas Trans (N° 19.684), promulgada en 2018, es aún más explícita. Incluye un sistema de reparación económica para personas trans nacidas antes de 1975, que hayan sufrido violencia estatal, policial o institucional. Esta pensión mensual no contributiva reconoce que durante la dictadura uruguaya (1973–1985), muchas mujeres trans fueron detenidas, torturadas o empujadas al trabajo sexual como única vía de supervivencia.
En Chile la situación no era distinta, sin embargo como agrega Ignacia, Presidenta de OTD:
“No hay reparación para todas aquellas personas que han sido perseguidas históricamente por el hecho de ser trans. Aquellas personas vivieron etapas de la dictadura o incluso posterior a esta en la cual se les criminalizaba por ser quienes eran, vivían periodos de su vida extensos en la cárcel”.
Eva “La Medallita de la suerte”, Raquel y Marcela Di Monty, las 3 sobrevivientes de la primera marcha Trans-travesti realizada en Plaza de Armas en abril de 1973, sufrieron violencia que parecía ser transversal a las ideologías inminentes de la época.
Es por eso que el 23 de mayo de 2025, Marcela, en representación de las sobrevivientes y acompañada de la OTD, (Organizando Trans Diversidades) entregaron en La Moneda una carta firmada por organizaciones y sindicatos a nivel nacional para solicitar una pensión de gracia para todas aquellas personas trans que sufrieron por parte del Estado antes, durante y post dictadura, constituyendo un nivel más complejo de violencia estructural.
El sociólogo Johan Galtung acuñó este concepto para describir una forma de violencia que no tiene rostro ni agresor evidente. Es una violencia que no se expresa en un golpe o en un insulto, sino que habita en los engranajes invisibles de las estructuras sociales, políticas y económicas que sostienen a una sociedad. Son esas mismas estructuras las que, al estar construidas o funcionar de manera excluyente, cierran las puertas del acceso a derechos y servicios fundamentales como la educación, la salud o un trabajo digno a ciertos grupos. En este caso a las personas trans.
Así, en Chile, el Estado ha sido responsable de esta forma de daño: la represión y marginación hacia las personas trans no fueron patrimonio exclusivo de la dictadura cívico-militar; existieron antes de ella, persistieron durante ese período y, lamentablemente, continúan aún hoy. Esta violencia estructural dejó huellas profundas en quienes hoy transitan la vejez. Son personas que, en su juventud, fueron expulsadas de las aulas simplemente por ser quienes eran, negándoseles el derecho a educarse y condenándolas, en consecuencia, a la precariedad laboral. Historias como la de Marcela Di Monti lo evidencian: a los 15 años fue echada de su casa y del sistema educativo, viéndose obligada a sobrevivir en el trabajo sexual, donde fue explotada y vulnerada. Y en este punto, muchas corporalidades, al igual que Marcela, comenzaron en el trabajo sexual a muy temprana edad. En algunos casos siendo menores. Bajo esta primicia Shane sostiene que:
Con el pasar del tiempo, y obligadas, en su mayoría, al trabajo en la calle lograron encontrar en sus compañeras una emoción que les fue arrebatada con la exclusión. Encontraron compañía, validación, amor que les quitó el hogar y fuerza para ser recordadas en el tiempo como las pioneras en luchar por el respeto a las personas trans. Como agrega Cienfuegos: “las corporalidades adultas mayores necesitan ayuda, pero también han generado mecanismos de resistencia, de colectividad, de amor, de cariño, de viaje, o sea, sacar a la corporalidad adulta mayor de ese diagnóstico sufriente”. Aquella “Dama de los mil trajes” o aquella “Vedette de todos los tiempos” formaron esos lazos que se convirtieron en mecanismos de resistencia frente a la violencia que, incluso, persiste hasta hoy.
Redes comunitarias de apoyo y acompañamiento
Frente a este abandono, son las propias comunidades trans las que han creado formas alternativas de cuidado, sostén y acompañamiento. El movimiento activista trans en Chile tiene una larga data, pero su vinculación con las personas mayores ha cobrado fuerza especialmente en la última década, cuando se hizo evidente que muchas de las referentes históricas estaban muriendo en condiciones de extrema precariedad, soledad o sin acceso a salud digna.
Una de las organizaciones más activas es OTD Chile (Organizando Trans Diversidades), nacida en 2015. Aunque su foco ha estado principalmente en la incidencia política, la organización ha promovido espacios de contención y memoria que incluyen a personas trans mayores. Desde charlas intergeneracionales hasta campañas de visibilización de sus historias, OTD ha buscado no sólo cuidar a las personas mayores trans, sino también rescatar su rol como precursoras de luchas que hoy parecen darse por sentadas. Ignacia Oyarzún presidenta de la OTD, destaca esta labor y señala:
Además, destaca lo importante que son las memorias, dado a que este visibiliza y da un reconocimiento a la violencia que han vivido las vejeces trans en periodos de dictadura y democráticos, que inclusive siguen existiendo a la actualidad, la labor que ha tomado OTD a través de los trabajo CUERPAS, es documentar estos testimonios y que no queden en el olvido.
Otra organización clave es el Sindicato Amanda Jofré, que lleva el nombre de una icónica activista trans asesinada en los años 80. Esta organización ha tenido un papel esencial en el acompañamiento directo a adultas mayores trans en situación de calle o abandono, funcionando como red de emergencia para casos urgentes. Sus integrantes, muchas de ellas mujeres trans de más de 40 años, han articulado un sistema informal de “madres trans”, donde quienes tienen un poco más de estabilidad acogen y cuidan a las que están en mayor riesgo. Desde esa experiencia, Patricia Riquelme, Presidenta del Sindicato Amanda Jofré explica:
La ausencia de un enfoque interseccional en las políticas públicas que cruce identidad de género con edad, pobreza y exclusión histórica ha generado un vacío institucional profundo.
Las principales razones por las que estas organizaciones resultan fundamentales es porque han logrado construir redes de apoyo donde antes solo había abandono. En un contexto donde el Estado aún no responde de forma integral, estas agrupaciones se convierten en un sostén vital para una vejez más justa y digna. En Chile, el activismo trans no es sólo una forma de resistencia política; es, también, una práctica de cuidado. Frente al desinterés institucional, se hacen colectas para costear medicamentos, se arman talleres de autocuidado y encuentros donde el relato biográfico se vuelve herramienta de sanación y reparación.
En esas prácticas, las personas trans mayores no son tratadas como víctimas pasivas ni como reliquias del pasado, sino como portadoras de un conocimiento vital que ha sido históricamente negado. Muchas han sobrevivido a la crueldad de la dictadura, como Claudia La Guacha quien estuvo a punto de ser fusilada por el simple hecho de ser trans. Hoy, siguen en pie, a veces frágiles, pero siempre dignas. Y el activismo las pone al centro: como maestras, como símbolos, como compañeras de lucha.
Un ejemplo emblemático de esta genealogía viva es el Sindicato Afrodita, fundado en el año 2000 en Valparaíso por mujeres trans trabajadoras sexuales, muchas de las cuales ya rondaban o superaban los 40 años en ese entonces. Bajo el liderazgo de activistas como Vanessa Nuñez, el sindicato surgió como una organización gremial y política que no solo luchó por derechos laborales, sino también por dignidad, memoria y reconocimiento para las mujeres trans de la región. Su existencia fue una bofetada a la marginalización institucional: eran mujeres trans organizadas, visibles y con voz propia en un puerto donde las detenciones arbitrarias y la violencia policial eran pan de cada día.
El Sindicato Afrodita jugó y aún juega un rol esencial en la vida de muchas adultas mayores trans que, tras décadas de exclusión, encontraron ahí un espacio de pertenencia. No es sólo una organización; es también un archivo viviente de resistencia, donde cada historia tiene valor político y social. De hecho, en 2020, parte de su acervo histórico fue donado y digitalizado por el Archivo Nacional de Chile, en una colección única que recoge fotos, cartas, testimonios, afiches y documentos legales. Este archivo no sólo valida su existencia ante la historia oficial, sino que también sirve como fuente primaria para este reportaje: las voces de esas mujeres, sus luchas, sus cuerpos marcados por la historia, nos hablan desde allí, sin intermediarios.
Respecto a la violencia estructural que enfrentan las personas trans, el Sindicato Afrodita junto a la socióloga Yesenia Alegre, han recopilado más de 12 testimonios de violencia político-sexual con el objetivo de presentar una demanda contra el Estado chileno. Sin embargo, el proceso enfrenta un importante obstáculo: al haberse producido en un período democrático, es decir, fuera del contexto de la dictadura militar, estos hechos no son reconocidos como crímenes de lesa humanidad. En consecuencia, no cuentan con una figura penal que los respalde dentro del marco jurídico actual.
Este viaje, más que una instancia formativa, representa una búsqueda activa por la justicia y la reparación. Mientras en Argentina ya existen precedentes que han permitido a mujeres trans acceder a mecanismos de reparación histórica, en Chile este esfuerzo busca abrir un nuevo camino jurídico. Se trata de construir una categoría legal que reconozca y repare la violencia sufrida fuera del contexto dictatorial, pero que sigue siendo expresión de una profunda violencia institucional y un nuevo hallazgo para la jurisprudencia en Chile.
Otras de las organizaciones que han estado presentes a lo largo de estos años, es la Fundación Iguales, creada en el año 2011, fundada por el escritor Pablo Simonetti, Luis Larraín y Antonio Bacuñán. Esta organización trabaja fundamentalmente en los avances legislativos de derechos LGTBIQ+, participando en la formulación de políticas públicas para la comunidad a nivel legislativo y administrativo, por ejemplo uno de los trabajos legislativos que sacaron adelante es la Ley de Identidad de género y la Ley antidiscriminación.
En la falta de respuestas estatales efectivas, las redes comunitarias no solo han resistido, han creado. Han levantado espacios donde antes solo había abandono, han cuidado donde el Estado negó atención, y han sostenido vidas que durante décadas fueron consideradas desechables. Estas organizaciones han sido refugio, archivo, familia y trinchera. Pero también han sido testigo de la soledad, del desgaste, del tiempo que avanza sin garantías.
Y es en ese tiempo, el de la vejez, donde se concentran muchas de las heridas más profundas. Porque detrás de cada red de apoyo, de cada colectivo organizado, hay historias concretas de mujeres trans adultas mayores. Mujeres que hoy, a pesar de todo, siguen en pie. Y sus relatos no solo merecen ser escuchados, son la memoria viva de una lucha que no ha terminado.




