A 100 años del Estado Laico | Columna de Opinión

La Constitución Chilena de 1925 cumple 100 años desde su promulgación en septiembre de este año, ésta dio paso a cambios sociales y políticos relevantes en las décadas venideras, permitiéndonos identificar, tanto las reformas y renovaciones que trajo consigo, como las similitudes e inmutabilidad de conductas entre la sociedad chilena del siglo XIX con la del siglo XX.


Particularmente, la nueva constitución de 1925 trajo uno de los mayores cambios normativos, como fue la secularización del Estado de Chile, vale decir, El Estado se reconoce a sí mismo por primera vez como un Estado laico, y no como uno que establecía a la religión católica como la religión oficial de éste, y sin exclusión del ejercicio público de otras religiones, como plasmaba la constitución de 1833, a saber:


Artículo 10 Número 2: “La Constitución asegura a todos los habitantes de la República la manifestación de todas las creencias, la libertad de conciencia y el ejercicio libre de todos los cultos que no se opongan a la moral, a las buenas costumbres o al orden público, pudiendo, por tanto, las respectivas confesiones religiosas erigir y conservar templos y sus dependencias con las condiciones de seguridad e higiene fijadas por las leyes y ordenanzas”.


A pesar de este incipiente cambio respecto a la injerencia que aplicaba la iglesia católica dentro del Estado, diversas normas continuaron estableciendo criterios eminentemente discrecionales para las autoridades de turno, que en el contexto social determinado de esa época, perpetuó la hegemonía del dogma cristiano en el funcionamiento del Estado.


Claro ejemplo de lo anterior es un principio muy poco jurídico plasmado en múltiples normativas de la época,  y que se mantiene increíblemente hasta el día de hoy en la legislación chilena, hablamos del principio de “La moral, el pudor y las buenas costumbres”.


A pesar de estar contemplado en diversos cuerpos normativos, como aquellos que regulan la aplicación del Derecho Civil en chile, nos detendremos en la aplicación de este principio en materia penal,  porque resultó en la justificación jurídica para que el Estado de Chile violara sistemáticamente los Derechos Humanos de la población trans.


Con la justificación legal establecida, la sociedad chilena, eminentemente conservadora, violenta e ideológicamente religiosa, tuvo la puerta abierta para cometer horrorosos vejámenes en contra de grupos de la población que no se adecuaban al sistema heterocisnormativo impregnado en una sociedad expuesta a siglos de catolicismo.

 

Uno de los períodos más violentos que sufrió nuestra comunidad fue con la llegada de Carlos Ibáñez del Campo al poder.

Durante el primer período de este nefasto régimen dictatorial (1927 – 1931), Ibañez, quien anteriormente ostentó el cargo de Director general de Carabineros, impulsó medidas de represión social, mediante la aplicación de la fuerza, con especial énfasis en las diversidades sexuales y de género, buscando erradicar lo que él consideraba “desviaciones y vicios” que amenazaban la salud de la nación.


Durante su segundo mandato (1952 – 1958), Ibañez añadió el contexto de la Guerra Fría que polarizaba el planeta, a la persecución que hizo de nuestras comunidades.

Esta vez, las diversidades sexuales y de género eran asociadas al “comunismo decadente” y por lo tanto vistas como una amenaza a la familia tradicional, riesgosas para la seguridad de la sociedad, y por lo tanto, peligrosas para el Estado.

Cualquier desobediencia a los roles de género y de ideal de familia que Ibañez promovía desde el gobierno, costaba la vida.


La herencia de estas políticas vulneratorias de los Derechos Humanos se mantuvo de forma cómplice durante los gobiernos venideros, esto, sin contar la imposibilidad de acceder a la justicia frente a crímenes de odio cometidos por otros individuos de la sociedad, al estar la misma ley, direccionada a promover el exterminio de las personas LGBTIQ+.


Sin embargo, la crueldad impulsada desde el Estado se recrudeció con el golpe de Estado de 1973 y la llegada del dictador Pinochet al poder.

Numerosos son los testimonios de personas trans que lograron sobrevivir a la dictadura de esa época, dando cuenta de detenciones, torturas y desapariciones forzadas de personas trans, que les tocó sufrir en carne propia, o a sus cercanes.


Sin ahondar en las horrorosas prácticas de tortura, fusilamiento y desaparición forzada que conoce nuestra historia, quisiera destacar el significado de las detenciones para las personas trans durante este período. Esto porque al estar tipificado penalmente las ofensas a la moral, el pudor y las buenas costumbres, la discrecionalidad de la época le permitía al Estado de Chile detener una y otra vez a las personas trans, por “vestir ropajes inadecuados”, generando reincidencia y aplicando sanciones agravadas que perpetuaban la estadía en recintos de detención, conllevando no sólo la continuidad de torturas, sino que además, estableciendo el criterio de la criminalización por identidad y/o expresión de género.


Con la llegada de la democracia a Chile, y mientras las víctimas de la dictadura eran reconocidas por el Estado en los informes de Verdad y Justicia elaborados para acercar algo de “justicia” a las víctimas de la sangrienta dictadura de Pinochet, las personas trans víctimas de la violencia de Estado no solo quedaron fuera de cualquier reconocimiento o reparación, sino que además las que lograron sobrevivir a este macabro período seguían siendo criminalizadas y perseguidas por las fuerzas de orden y seguridad, tomadas detenidas, golpeadas, violadas y torturadas por agentes del Estado, mientras los Presidentes Frei y Lagos emitían al país rimbombantes discursos sobre la protección de los Derechos Humanos de sus gobiernos.


Producto del avance de los movimientos por los derechos de las diversidades sexuales y de género y de la globalización, nuestras comunidades dejaron de ser catalogadas como enfermas mentales por parte de organismos internacionales de la salud, trayendo consigo la posterior despenalización de nuestra existencia.

Sin perjuicio de eso, la sociedad mantuvo prácticas de segregación, exclusión y violencia que se repiten hasta nuestros días, imposibilitándonos de acceder a derechos civiles, políticos, laborales y educativos, además de la desigualdad para acceder a la justicia.


La fugaz ilusión de poder acceder a derechos sociales básicos en el primer proceso constituyente se vió rápidamente truncada mediante el ejercicio de prácticas antidemocráticas de grupos políticos de extrema derecha, que a través del poder económico, político y comunicacional que ostentan, difundieron mentiras, noticias falsas y desinformación que les han permitido mantenerse vigentes hasta el día de hoy, conformando una gran red internacional que aboga por volver a impulsar políticas de exterminio como las que se aplicaron durante el siglo XX a nuestra comunidad.


Los discursos fascistas no tienen cabida en la sociedad actual, y han demostrado a lo largo de la historia de la humanidad en todas partes del mundo, que cuando sus exponentes llegan al poder, merman el tejido social, frenan el desarrollo de las naciones, emplean la violencia como forma de imponerse, y cobran las vidas de personas inocentes.


Por otro lado, aquellos grupos políticos que levantan nuestras banderas de lucha para hacerse con el poder, tienen la obligación moral, ética y política de impulsar medidas de reconocimiento y reparación para todas aquellas personas de nuestra comunidad que siguen con vida, cargando las secuelas de la violencia Estatal en sus cuerpos y en sus mentes, viviendo en la absoluta precariedad frente a lo que ha sido la imposibilidad impuesta por el Estado de Chile de haber podido formar parte de la sociedad.


El Estado de Chile mantiene una deuda histórica con nuestra comunidad, y todas aquellas personas que han ostentado sus cargos de poder sin haber hecho nada por reparar el daño causado, pasarán a la historia como representantes indignos de haber representado un cargo público.


A cien años de la secularización del Estado, la influencia de las ideologías religiosas no sólo se mantuvo en la sociedad, sino que también se perpetuó a través de sus representantes políticos en los cargos públicos, y pretende seguir haciéndolo de forma descarada hacia el futuro. De todes depende dejar un mejor porvenir para las próximas generaciones, y que no se vuelvan a repetir los horrores del pasado.


Ignacia Oyarzún.

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